OBSTINACIÓN, COORDINACIÓN, CONCENTRACIÓN, EXTENUACIÓN Y RESISTENCIA
Estrenó Poliana Lima en Canal Las cosas se mueven pero no dicen nada. Allí estuvimos y esto nos pareció…
Texto_OMAR KHAN
Madrid, 15 de septiembre de 2020
La danza ha sentido especial fascinación por el Minimalismo, movimiento clave de las vanguardias del siglo pasado que buscaba crear el máximo efecto con los mínimos elementos. Y aunque su principio activo -despojarse de todo y quedarse con lo verdaderamente esencial- parece dejar muy poco margen a la creatividad, es enorme la gama de posibilidades y posturas adoptadas por artistas comprometidos a lo largo de las décadas. La obstinación repetitiva en Lucinda Childs y la cámara lenta en los ceremoniales espectáculos de Bob Wilson, son ejemplares. También hubo aventuras de más difícil todavía como renunciar al desplazamiento. Marie Chouinard, en alusión a árboles y vegetación, sembró a sus bailarines en el escenario de su Consagración de la primavera (1993) y Krisztina de Châtel lo hizo como acto de resistencia a la adversidad en Thypoon (1986).
En la adopción de esta postura extrema descansa el mérito de Las cosas se mueven pero no dicen nada, coreografía racional estrenada el pasado domingo 13 de septiembre en Canal por la joven creadora brasilera Poliana Lima, en lo que constituye su creación más ambiciosa hasta el momento. Doce compenetradas bailarinas muy serias, festivas en el brillo de sus trajes, y sin despegar los pies del escenario, se entregan a un agotador ejercicio de obstinación, coordinación, concentración, extenuación y, sobre todo, resistencia, que también exige al espectador una complicidad que le permita entrar a esta dinámica. Lo consigue desde el rigor y la seriedad. Los cuerpos sincronizados de esta docena de destacadas intérpretes responden a las exigencias e inclemencias de una coreografía que no admite fallos, que podría desmoronarse completamente con un pequeño despiste, algo que, al menos la tarde del domingo, no ocurrió.
Al no tener casi asideros en ninguna realidad conocida y decantarse por una abstracción racional, casi matemática, de cuerpos coordinados, lo deseable –para un espectador estándar- hubiese sido que activara mecanismos para combatir tanta frialdad y distanciamiento sin salirse del marco que se impuso. Ella no quiso. O no pudo.
La coreografía pedía una música (minimalista, desde luego) que le ayudara a tener una guía, a crear una progresión dramática, y no tanto ese discreto espacio sonoro de Ame Bock, tirando a imperceptible. La división en cuadros o episodios, dividido por bloques de acciones corporales (y separados por momentos de quietud) no contribuye a la creación de un ritmo, un pálpito ascendente, una fluidez… y la elección de transiciones en canon, terminan por ser demasiado previsibles. En cambio la iluminación inteligente de Carlos Marquerie sí que supo entender esta progresión, creando atmósfera, buscando complicidad en el brillo de los trajes y ascendiendo siempre hasta culminar en ese guiño colorido a Mondrian.
